EL CERRO DE LOS AVIADORES

Juan Quero González (Julio 1997)

En julio de 1929 en la campiña tarifeña se produjo un trágico accidente de aviación en donde perecieron dos militares

Este año se cumplen los setenta y ocho de uno de los accidentes más patéticos que en mi época y ya larga vida han ocurrido en la campiña tarifeña. Fue el día 11 de julio de 1929, cuando todavía reinaba en España, por obra y gracia de Dios, el rey, Alfonso XIII, y gobernaba en ella, el general Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, marqués de Estella y no sé cuántos títulos más.
La misteriosa atmósfera que envuelve al globo terráqueo por obra y gracia del Supremo hacedor, esa veraniega mañana estaba bastante desequilibrada. Hacía unos días que el   levante corría por la zona del Estrecho como un fragoso caballo desbocado. A pesar de tan huracanado viento, unos osados militares se arriesgaron a sobrevolar el espacio aéreo que media entre Tetuán y Jerez de la Frontera en un pequeño aeroplano militar de aquellos de cuatro alas sobrepuestas: dos delanteras, y otras dos más pequeñas en la parte de la cola, que distaban mucho de tener la estabilidad y los seguros mandos que los potentes reactores del momento tienen, y a pesar de ello, de cuando en cuando se producen catastróficos accidentes aéreos en los que mueren cientos de personas, porque cada vez que el hombre se enfrenta a la Naturaleza está expuesto al fracaso.

Hacía algo más de media hora que el astro rey había remontado la espesa bruma que aquella ventosa mañana cubría la alta cumbre de la Sierra del Niño, cuando aquel pequeño avión con tres jóvenes militares a bordo, sobrevolaba la Sierra de Fates que también estaba cubierta por una densa niebla que la hacía más alta. Al terminarse bruscamente la montaña, el diminuto aparato sufrió un rápido descenso que por poco se estrella en el fon­do de El Valle. Triste final que si no llegó a consu­marse fue porque aquel intrépido piloto no se arredró ante el inminente peligro, y puso en juego toda su pericia, dispuesto a entablar una titánica v desigual lucha contra los enfurecidos elementos y la frágil máquina que tenía en sus manos. La lucha debió durar aproximadamente un cuarto de hora. ya que ésta se inició a la altura del Cerro de la Herrería y terminó más allá de la Laguna de la Janda, que fue cuando el hábil aviador logró hacerse con el dominio de aquel tosco aparato. Fue entonces cuando volvió la cara para decir a sus desventurados compañeros: "de buena nos hemos librado". ¿Cuál no sería su sorpresa al ver que ya no estaban?

Cuando aterrizó en Jerez telefoneó al cuartel de la Guardia Civil de Facinas, y entonces salió una muchedumbre de vecinos con el alcalde y comandante de puesto en cabeza, guiados por un tal Benítez que estaba segando en el Cerro de los Asientos y en el momento de pasar el bamboleante aparato se estaba fumando un cigarro sentado en un haz de trigo, y estuvo observando los bruscos vaivenes que aquel minúsculo artefacto daba zarandeado por la fuerte ventolera, y en uno de ellos vio como se desprendían dos pesados objetos que cayeron a tierra. Con esta certera pista, pronto llegaron al Cerro de la Mulata y localizaron los dos cuerpos desparramados por el reseco suelo. Los recogieron como pudieron, y a los pocos días vinieron unos empleados del señor Esquiváis provistos de material de construcción y en el lugar exacto donde se estrelló el joven oficial de caballería levantaron un regular hito de mampostería y colocaron en él una pequeña lápida de mármol en la que todavía puede leerse la siguiente inscripción: "D.E.P.A. En este lugar falleció el día 11de julio de 1929 a los 27 años de edad, en accidente de aviación, el señor D. Antonio María Esquiváis y Salcedo, Teniente de Caballería. Natural de Sevilla".

Con el material que sobró hicieron otro pequeño mojón en el lugar donde cayó el cuerpo del otro militar que decían que era sargento, hijo de una modesta familia de escasos medios económicos y no le pusieron ningún datos, por tanto, se ignora su nombre y procedencia.

Yo cuento lo que me han contado, aunque tenía ya doce años cumplidos pero vivía a doce leguas de aquí y sólo me enteraba de lo que unos y otros decían.
Lo que más presente he tenido siempre en mi memoria ha sido el mucho miedo que en aquellos días pasé por donde quiera que iba pensando que me iba a tropezar con aquellos cadáveres destrozados. En mi niñez siempre tuve miedo a los muertos.

AHORA ME CAUSAN RESPETO.